Te me has aparecido en mitad de esta vigilia
escoltada de mareos profundos,
salías bajadita del avión y traías la Estrella de Oriente
en los ojos y en el pelo.
Yo te aguardaba en el silencioso canturreo del aeropuerto de Barajas,
más allá de aquellos largos viajes tuyos de silencios, de llamadas
y de la gloria de mi voz leyendo despacio cosas que escribía sobre nosotros,
con el teléfono bien cerca de la boca.
Hacías bien tu trabajo de fantasía sin quererlo,
tu intercambio del oro de los desayunos por la sangre podrida de la Tierra.
Aquel comercio tuyo que te traía hacia mí tolerante e iluminada
como la vela de un barco, Bocanegra.
Se nos hacía de noche en el interior de la deshonra de los taxis
que preguntan y preguntan;
y sin noticias del suelo caíamos en la cama
riendo la flor de los nervios.
Mutuos.
En nuestra estación nos comían los movimientos y los bichos,
tu mandíbula se apretaba en la desdicha de la mala tensión
y yo ponía besos en tu boca como una medicina vieja y pícara,
besos respondidos con reflejo de reptil, así decía que eras.
Yo seguía a lo mío, apretaba fuerte nuestros cuerpos
posaba la boca en tu espalda y conjuraba las palabras tristes y grandes.
Y aún, en mitad de la noche, de muchas noches,
me preguntabas casi muda
¿Dónde estás?